EVOCACIÓN DE LA MICROBIOLOGÍA
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Jamás
olvidaré los laboratorios de Microbiología de nuestra Facultad de Medicina.
Aquellos recintos limpios con microscopios, mecheros, tubos de ensayo y
colorantes eran un mundo fascinante que se abría ante nuestros ojos para soñar.
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Teníamos
clases con las profesoras Valentina
Stefanovna Girich, Liubov Fiodrovna Levina y Ludmila
Karpenko. Eran unas mujeres abnegadas, amantes de la docencia, la cual
practicaban con mucha mística. Nos enseñaron las partes del microscopio y su
manejo. Con ellas aprendimos como
colorear un portaobjeto con algún material para luego observarlo a través del
ocular. En placas de Petri vimos crecer colonias de bacterias para sorpresa de
nosotros, neófitos del micromundo,
descubierto por Leeuwenhoek y que debíamos recorrer como parte de nuestra
formación médica. Tras varias clases pudimos ver algunos microbios inmóviles que alguna vez fueron peligrosos, pero
que ahora llenos de colores hermosos, estaban
atrapados en un rectángulo de vidrio que extraíamos de unas cajitas de madera.
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El
jefe de la cátedra era Vasili Sylvestrovich Kiktenko, un hombre alto, calvo
y que con su voz gruesa nos daba las
clases magistrales. Como casi todos nuestros profesores participó en la Segunda
Guerra Mundial, y el Día de la Victoria (Dien Pobiedi, 9 de mayo de 1945)
estaba en los combates de Berlín. Era especialista en leptospirosis y miembro
del Comité Taxonómico Internacional para
el estudio de esa bacteria. Dirigió una expedición en el Extremo Oriente, donde
descubrió un nuevo serotipo de leptospirosis. Publicó más 200 trabajos
científicos y 5 libros de textos.
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Kiktenko
era el tipo de investigador que arriesgaba su vida para demostrar sus teorías:
una vez se autoinoculó con material
infectado con tularemia o fiebre de los conejos para experimentar en carne
propia los síntomas del mal. Creo que era un romántico de la medicina
experimental porque en varias ocasiones se refirió a Bogdánov, el médico ruso
que murió luego de habérsele transfundido sangre de una persona padecía de
malaria y tuberculosis. También habló de Pettenkofer, el científico alemán que
bebió cultivos de vibriones de cólera para contrariar a Koch.
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Por
las tardes podíamos ver en las canchas de la universidad a Kiktenko en traje
deportivo blanco, jugando al tenis. Llamaba la atención sus rápidos movimientos
con la raqueta con sus más de setenta años.
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En
el examen final tomé al azar el cartón con las preguntas. Me entregaron un
preparado, el cual debía colocar bajo el microscopio para identificar la
bacteria o microbio que contenía. Estaba muy nervioso pero con el primer
vistazo a mi lámina tomé confianza y me alegre.
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Me
correspondió rendir el examen al propio Kiktenko. Sabíamos que el desarrollo de
la evaluación lo definiría el vidrio que estaba en el microscopio. Esa era la
primera pregunta. Le dije que veía glóbulos rojos y blancos, y entre ellos
estaban unos microbios alargados con flagelos, que creía eran tripanosomas. Es
correcto, me dijo; y luego entablamos una conversación que yo consideré
especial para conmigo.
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No
fue un trato especial para conmigo solamente; de eso me enteré después. En
realidad, Kiktenko trataba con mucho respeto y deferencia a todos sus estudiantes,
simples párvulos que soñábamos con obtener un título. Él, que había visto izar
la bandera roja de su país sobre el humeante y humillado Reichstag, cuyo
simbolismo iba más allá del fin de la Gran Guerra Patria. Él, médico que hizo
expediciones para indagar y descubrir microbios, que realizó osados
experimentos poniendo en riesgo su propia vida. Que era el “profiesor” con los
máximos títulos, medallas y condecoraciones. Que tenía muchos libros y
artículos publicados. Él, Kiktenko, nos trataba de tú a tú, para darnos
confianza, para ayudarnos, para que creyéramos en nosotros mismos.
Nuestros
profesores eran sabios, humildes y magnánimos. Nos dieron una lección para toda
la vida.
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